Érase una vez un país en el que las mujeres hechas y derechas dejaban de serlo aproximadamente en la semana 2 de su primera gestación. Ya nunca volvían a ser ciudadanas de primera categoría. A partir de este momento se sucederían todo tipo de reproches hacia su persona; curiosamente por los ginecólogos y matronas que las atendían en las consultas llamadas de salud del embarazo. Se las trataba bruscamente y sin educación, regañándolas por haber comido demasiado o demasiado poco, por hacer mucho ejercicio o no guardar bastante reposo, agobiándolas con predicciones apocalípticas de placentas demasiado bajas, líquidos insuficientes o excesivos, niños que engordaban a un ritmo frenético o no engordaban en absoluto, y todo aquello siempre era culpa de la gestante. Así que las futuras madres, deseosas de que sus hijos estuvieran a salvo, tragaban con todas estas reglas, con los ataques personales, y no reclamaban cuando el ginecólogo apuntaba la altura uterina, el peso o la tensión sin siquiera levantar la mirada y menos sus sagradas posaderas del sillón despidiéndolas con un “a ver si para la próxima visita no engordas tanto”.
Pero lo peor era que aquellos no eran casos aislados, era lo normal y toda la sociedad lo percibía como correcto. Todo esto tenía una razón, y es que así llegarían totalmente infantilizadas y faltas de sentido crítico al final del embarazo, acatando sin rechistar cualquier disposición médica, aunque fuera claramente en contra de su salud y la de su bebé.
Para el parto ya estaban completamente ganadas para la causa, convencidas de que la inducción el lunes por la mañana (aunque le quitaran varias semanas de gestación a su hijo y luego ingresaría en neonatología para suplir los días que faltaban en su desarrollo) era lo más conveniente para ellas (y para el hospital), de que los dolores provocados por la oxitocina artificial eran el merecido castigo por no dilatar (pues aun no era el momento para que naciera su hijo), de que obligatoriamente se les tenía que subir encima una matrona de 100 kilos, ya que ellas no sabían empujar (¿y cómo podrían hacerlo?, si estaban tumbadas boca arriba, desprovistas de la fuerza de la gravedad) y de que la episiotomía era imprescindible para que saliera su hijo (en el brevísimo plazo que establecía el protocolo del hospital, no fuera que el paritorio se ocupara demasiado rato y atendieran menos partos al mes).
Hace relativamente pocos años se dispuso un caramelito para distraer a las féminas y de paso, ganarse su confianza. Esto se llamó inocentemente epidural, y tenía doble ventaja, porque las propias mujeres hicieron la mejor publicidad, ensalzando sus supuestas virtudes y sin publicitar los contras (como hacen todos los grupos sometidos cuando se les brinda un poco de atención) y además permitía realizar todas las prácticas habituales impunemente, porque la parturienta no debía sentir nada.
Y como no sentían nada, se les podía romper la bolsa sin preguntar (para recoger el líquido cuando viniera mejor a los turnos), suministrar oxitocina artificial diciéndoles que era suero, prohibir moverse de la camilla (para que no tuviera que acudir una matrona a recolocar los registros), aislarlas del acompañante (para que no hubiera testigos de su iatrogenia), manipular las zonas más íntimas de su cuerpo con brusquedad (porque el equipo tenía prisa en acabar), sostener a su niño lejos de ellas (porque ellas no sabían cogerlo adecuadamente). Vamos, se permitía casi cualquier cosa. Pues todo esto dolía (sobre todo a posteriori) y provocaba muchos problemas físicos y psíquicos (la famosa depresión postparto, que también era culpa de la mujer, no de la desatención de los obstetras y matronas, por supuesto).
Y sí, efectivamente, este país es España. Cada día se producen más de 1300 nuevos casos de violencia contra las mujeres, concretamente contra las que se encuentran de parto.
Hace mucho que se sabe que la mejor manera de controlar a un grupo de población es doblegarlo en aquellos momentos en que más indefenso está.
Cada vez que se le dice a una puérpera “pero ¿de qué te quejas?, si tienes un niño precioso” o “hija, ¿qué te pensabas que era tener hijos?” o bien “no llores por los puntos en tu vientre (o en tu periné), que se los dan a todas” estamos perpetuando el maltrato, estamos normalizando una situación de sumisión y eliminando cualquier posibilidad de objeción.
Pensemos en ello cuando nos llevemos las manos a la cabeza ante los casos de ablación genital de países tan lejanos. Quizá estemos más cerca de lo que creemos.
Pero lo peor era que aquellos no eran casos aislados, era lo normal y toda la sociedad lo percibía como correcto. Todo esto tenía una razón, y es que así llegarían totalmente infantilizadas y faltas de sentido crítico al final del embarazo, acatando sin rechistar cualquier disposición médica, aunque fuera claramente en contra de su salud y la de su bebé.
Para el parto ya estaban completamente ganadas para la causa, convencidas de que la inducción el lunes por la mañana (aunque le quitaran varias semanas de gestación a su hijo y luego ingresaría en neonatología para suplir los días que faltaban en su desarrollo) era lo más conveniente para ellas (y para el hospital), de que los dolores provocados por la oxitocina artificial eran el merecido castigo por no dilatar (pues aun no era el momento para que naciera su hijo), de que obligatoriamente se les tenía que subir encima una matrona de 100 kilos, ya que ellas no sabían empujar (¿y cómo podrían hacerlo?, si estaban tumbadas boca arriba, desprovistas de la fuerza de la gravedad) y de que la episiotomía era imprescindible para que saliera su hijo (en el brevísimo plazo que establecía el protocolo del hospital, no fuera que el paritorio se ocupara demasiado rato y atendieran menos partos al mes).
Hace relativamente pocos años se dispuso un caramelito para distraer a las féminas y de paso, ganarse su confianza. Esto se llamó inocentemente epidural, y tenía doble ventaja, porque las propias mujeres hicieron la mejor publicidad, ensalzando sus supuestas virtudes y sin publicitar los contras (como hacen todos los grupos sometidos cuando se les brinda un poco de atención) y además permitía realizar todas las prácticas habituales impunemente, porque la parturienta no debía sentir nada.
Y como no sentían nada, se les podía romper la bolsa sin preguntar (para recoger el líquido cuando viniera mejor a los turnos), suministrar oxitocina artificial diciéndoles que era suero, prohibir moverse de la camilla (para que no tuviera que acudir una matrona a recolocar los registros), aislarlas del acompañante (para que no hubiera testigos de su iatrogenia), manipular las zonas más íntimas de su cuerpo con brusquedad (porque el equipo tenía prisa en acabar), sostener a su niño lejos de ellas (porque ellas no sabían cogerlo adecuadamente). Vamos, se permitía casi cualquier cosa. Pues todo esto dolía (sobre todo a posteriori) y provocaba muchos problemas físicos y psíquicos (la famosa depresión postparto, que también era culpa de la mujer, no de la desatención de los obstetras y matronas, por supuesto).
Y sí, efectivamente, este país es España. Cada día se producen más de 1300 nuevos casos de violencia contra las mujeres, concretamente contra las que se encuentran de parto.
Hace mucho que se sabe que la mejor manera de controlar a un grupo de población es doblegarlo en aquellos momentos en que más indefenso está.
Cada vez que se le dice a una puérpera “pero ¿de qué te quejas?, si tienes un niño precioso” o “hija, ¿qué te pensabas que era tener hijos?” o bien “no llores por los puntos en tu vientre (o en tu periné), que se los dan a todas” estamos perpetuando el maltrato, estamos normalizando una situación de sumisión y eliminando cualquier posibilidad de objeción.
Pensemos en ello cuando nos llevemos las manos a la cabeza ante los casos de ablación genital de países tan lejanos. Quizá estemos más cerca de lo que creemos.
Publicado por Eowyn en el foro de “Crianza Natural”
2 comentarios:
Así es y así lo he sentido en mi. Gracias por denunciar estas violencias que para muchas ya no son tan invisibles.
Desde luego es bien triste esta realidad que todavía se está dando en muchos hospitales de nuestro pais. He leido en el blog de SINA la experiencia de Ana Calso y he sentido en mis propias carnes su dolor. Ojalá esto no suceda nunca más.
Con cariño
Concha.
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