Cuando observamos las fotos de las primeras sufragistas, nos damos cuenta en seguida de la vitalidad y el atractivo que emana de aquellas mujeres. Sin embargo, la sociedad de entonces intentaba descalificarlas llamándolas feas y “marimachos”. De esa misma época guardamos unas postales de matronas en pololos, con un informe busto proyectado hacia la barbilla, ojos asustados transmitiendo gran ingenuidad y la línea de los labios absolutamente perdida bajo el dibujo de una boquita de corazón. Podemos colegir de su actitud picardías o insinuaciones basadas en difíciles escorzos, tobillos sugeridos o traseros en pompa. Son gestos que hoy hacen reír a los chicos tanto como entonces excitaban la libido de sus bisabuelos.
Porque las mujeres que proponen hoy las revistas “para hombres” no se parecen a aquellas diosas sexuales más que en la sumisión a un modelaje. Estos nuevos mitos muestran los resultados alucinantes de las operaciones de aumento de mamas y de labios a las que se han sometido. Su agresividad ante la cámara se refuerza con cueros negros, correajes con tachuelas, botas de tacón alto y largas uñas pintadas de rojo. O bien son adolescentes rubias, de ombligo y piercing, que ejecutan, con tanta procacidad como sosería, danzas de apareo reconvertidas en tablas de aeróbic. Las revistas “femeninas”, por otra parte, nos sugieren un tipo de mujer semejante en todo a una navaja suiza de infinidad de usos y múltiples deberes, el principal de los cuales es mantener encendido el fuego de la pasión de su hombre con ocasión o sin ella.
Tres propuestas “femeninas”, en los albores de tercer milenio, que actualmente concitan deseo y emulación. Sin embargo, dentro de cien años la futura generación se partirá de risa frente a esas domesticadas fieras en cueros, esas seductoras de andar por casa o esas niñas de mal crecer. Y encontrará atractivas y vitales las fotos de sus abuelas, esas mujeres que hemos comenzado el siglo XXI sumidas en nuestras propias vidas, nuestros afanes y nuestras contradicciones.
La cuestión es por qué y de quién es ese interés en apropiarse de la representación de lo femenino, con estrategias que han variado a lo largo de los años pero cuya finalidad es la de comprimir en moldes a un ser humano imponiéndole atributos exagerados hasta el ridículo y actitudes tan histriónicas que no resisten el paso del tiempo. Muchas mujeres, en distintas épocas y geografías, han intentado encajar en esas hormas, menospreciando su auténtica belleza, su particular modo de ser o su propio atractivo sexual, existente en absolutamente todos los seres sexuados del planeta y del que, sin embargo, no llegan ni a ser conscientes. Las maneras son variadas pero todas pasan por una desnaturalización que, sin embargo, no suele darse en nuestros compañeros. Desde las vendas en los pies de las mujeres orientales, las vértebras dañadas de las “mujeres jirafa” africanas o las hijas anoréxicas del opulento primer mundo, es fácil darse cuenta de que llevamos milenios sometidas la aprobación de los demás. Lo único que se ha conseguido con la evolución de la sociedad a posturas más tolerantes es que aumenten los papeles que podemos desempeñar, pero no que dejen de existir papeles. Y esa es una cuestión que nos compete, personalmente, a cada una de nosotras.
Las estadounidenses de los años setenta quemaron un día sus sujetadores en una de esas catarsis esotérico-políticas en las que son maestras. No pudieron, no hemos podido quemar aún, sin embargo, la sujeción a los modelos femeninos que intereses muy ajenos a los nuestros nos imponen cada vez con más sutileza. Por lo que sería bueno empezar a prescindir de todo lo que refuerce esa polaridad de “femenino-no femenino” donde “femenino” supone “deseable” y “no femenino”, “rechazable” en un sistema que vulnera por igual la dignidad de hombres y mujeres.
Hay tantas formas de ser mujer como mujeres hay en el mundo y como universos quiera descubrir una misma mujer a lo largo de su vida. Y ninguna es mejor que otra, porque ser mujer no es ni una profesión ni una obligación, sino un hecho. El aspecto, la orientación sexual, las actividades desempeñadas, la maternidad son maneras de estar, no refrendos ni negaciones de nuestro género. No hay nada que demostrar, sólo hay que vivir como queramos hacerlo en cada momento, para lo cual, por cierto, habría que empezar por averiguarlo. Fascinante camino, que hace olvidar casi en seguida lo que antes nos parecía imprescindible. Y en el que nos saldrán al paso todas las cosas reales por cuyo pálido remedo hemos renunciado a nosotras mismas durante tanto tiempo.
Porque las mujeres que proponen hoy las revistas “para hombres” no se parecen a aquellas diosas sexuales más que en la sumisión a un modelaje. Estos nuevos mitos muestran los resultados alucinantes de las operaciones de aumento de mamas y de labios a las que se han sometido. Su agresividad ante la cámara se refuerza con cueros negros, correajes con tachuelas, botas de tacón alto y largas uñas pintadas de rojo. O bien son adolescentes rubias, de ombligo y piercing, que ejecutan, con tanta procacidad como sosería, danzas de apareo reconvertidas en tablas de aeróbic. Las revistas “femeninas”, por otra parte, nos sugieren un tipo de mujer semejante en todo a una navaja suiza de infinidad de usos y múltiples deberes, el principal de los cuales es mantener encendido el fuego de la pasión de su hombre con ocasión o sin ella.
Tres propuestas “femeninas”, en los albores de tercer milenio, que actualmente concitan deseo y emulación. Sin embargo, dentro de cien años la futura generación se partirá de risa frente a esas domesticadas fieras en cueros, esas seductoras de andar por casa o esas niñas de mal crecer. Y encontrará atractivas y vitales las fotos de sus abuelas, esas mujeres que hemos comenzado el siglo XXI sumidas en nuestras propias vidas, nuestros afanes y nuestras contradicciones.
La cuestión es por qué y de quién es ese interés en apropiarse de la representación de lo femenino, con estrategias que han variado a lo largo de los años pero cuya finalidad es la de comprimir en moldes a un ser humano imponiéndole atributos exagerados hasta el ridículo y actitudes tan histriónicas que no resisten el paso del tiempo. Muchas mujeres, en distintas épocas y geografías, han intentado encajar en esas hormas, menospreciando su auténtica belleza, su particular modo de ser o su propio atractivo sexual, existente en absolutamente todos los seres sexuados del planeta y del que, sin embargo, no llegan ni a ser conscientes. Las maneras son variadas pero todas pasan por una desnaturalización que, sin embargo, no suele darse en nuestros compañeros. Desde las vendas en los pies de las mujeres orientales, las vértebras dañadas de las “mujeres jirafa” africanas o las hijas anoréxicas del opulento primer mundo, es fácil darse cuenta de que llevamos milenios sometidas la aprobación de los demás. Lo único que se ha conseguido con la evolución de la sociedad a posturas más tolerantes es que aumenten los papeles que podemos desempeñar, pero no que dejen de existir papeles. Y esa es una cuestión que nos compete, personalmente, a cada una de nosotras.
Las estadounidenses de los años setenta quemaron un día sus sujetadores en una de esas catarsis esotérico-políticas en las que son maestras. No pudieron, no hemos podido quemar aún, sin embargo, la sujeción a los modelos femeninos que intereses muy ajenos a los nuestros nos imponen cada vez con más sutileza. Por lo que sería bueno empezar a prescindir de todo lo que refuerce esa polaridad de “femenino-no femenino” donde “femenino” supone “deseable” y “no femenino”, “rechazable” en un sistema que vulnera por igual la dignidad de hombres y mujeres.
Hay tantas formas de ser mujer como mujeres hay en el mundo y como universos quiera descubrir una misma mujer a lo largo de su vida. Y ninguna es mejor que otra, porque ser mujer no es ni una profesión ni una obligación, sino un hecho. El aspecto, la orientación sexual, las actividades desempeñadas, la maternidad son maneras de estar, no refrendos ni negaciones de nuestro género. No hay nada que demostrar, sólo hay que vivir como queramos hacerlo en cada momento, para lo cual, por cierto, habría que empezar por averiguarlo. Fascinante camino, que hace olvidar casi en seguida lo que antes nos parecía imprescindible. Y en el que nos saldrán al paso todas las cosas reales por cuyo pálido remedo hemos renunciado a nosotras mismas durante tanto tiempo.
La escritora Luisa Cuerda ha sido galardonada con el Premio Internacional de Novela Javier Tomeo que otorga la Universidad Rey Juan Carlos. Un jurado conformado por críticos literarios de diferentes medios de comunicación ha escogido, de entre el centenar de obras que se presentaron a esta primera edición, su novela "Otra Vida por Vivir". El premio es, con 6.000 euros, uno de los mejor dotados de las universidades españolas.
No es la primera novela que publica esta madrileña de 46 años. Cuatro largas y dos cortas (entre ellas, "De puños, almas y otras derrotas", publicada por Littera), así como un sinfín de cuentos es la producción de esta escritora tardía afincada en Urueña, un pueblo de Valladolid de 150 habitantes.
Blog de Luisa Cuerda
No es la primera novela que publica esta madrileña de 46 años. Cuatro largas y dos cortas (entre ellas, "De puños, almas y otras derrotas", publicada por Littera), así como un sinfín de cuentos es la producción de esta escritora tardía afincada en Urueña, un pueblo de Valladolid de 150 habitantes.
Blog de Luisa Cuerda
1 comentario:
Hermoso artículo.
Un saludo
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