Todos hemos sido criados inmersos en culturas, familias, comunidades o grupos que han funcionado bajo un conjunto de supuestos morales, intelectuales o religiosos que dieron marco a una determinada forma de vivir. ¿Cómo saber si esas maneras de concebir la vida, de pensar o amar, enseñadas o impuestas cuando fuimos niños, han sido saludables para nosotros? Hay una única manera de saberlo: preguntándonos si nos producían placer, felicidad o armonía interior. ¡Parece una broma! Obviamente el nivel de represión, autoritarismo, mentiras, amenazas o soledad por las que hemos atravesado nuestras infancias, no tenían nada de placentero. Los niños las adoptamos para convertirnos en miembros de ese grupo. Y además porque no teníamos otra opción. Los mandatos pueden tener su base en el miedo, la moral sexual, el ateísmo a ultranza, la codicia, el sometimiento, el “hay que sacrificarse”, o cualquier otro sistema de creencias que dentro de un contexto determinado, aseguren la supervivencia al conjunto.
Ahora bien, si hoy -disfrazados de adultos- defendemos por fuera de nuestro equilibrio personal, eso que fue nombrado como “necesario” en nuestras familias, significa que hemos quedado congelados en una vivencia infantil donde aquello que nos imponían, tanto a nivel afectivo como moral, era intocable. Imposible disentir. En aquel entonces no pudimos obtener una mirada abierta de ningún adulto dispuesto a ayudarnos a descubrir quiénes éramos nosotros. Por el contrario, alguien nombraba cómo debíamos ser. Luego, hemos vivido nuestra vida tratando de ser “eso” que nos habían dicho que debíamos ser o sentir o pensar o desear. Por una única razón: con el fin de sentirnos aceptados y amados.
Sin embargo, ese conjunto de creencias o mandatos que posiblemente ya no tengan ningún sentido íntimo para nosotros ni conserven la más mínima conexión con nuestro ser esencial desconocido, gana. Nacen nuestros hijos y resulta más poderoso un mandato obsoleto grabado a fuego en nuestro corazón herido que el llanto cristalino de un recién nacido. Atendemos más las frases vacías cargadas de prejuicios antiguos nombrados por un miembro familiar, que la contundente certeza de que nuestros hijos nos reclaman. Si estamos preguntando a diestra y siniestra qué es lo correcto y qué tenemos que hacer con ese hijo que salió de nuestras entrañas o que hemos ayudado a engendrar...entonces definitivamente, hemos decidido permanecer cobijados por los mandatos ajenos, en lugar de convertirnos en adultos responsables y libres.
Ahora bien, si hoy -disfrazados de adultos- defendemos por fuera de nuestro equilibrio personal, eso que fue nombrado como “necesario” en nuestras familias, significa que hemos quedado congelados en una vivencia infantil donde aquello que nos imponían, tanto a nivel afectivo como moral, era intocable. Imposible disentir. En aquel entonces no pudimos obtener una mirada abierta de ningún adulto dispuesto a ayudarnos a descubrir quiénes éramos nosotros. Por el contrario, alguien nombraba cómo debíamos ser. Luego, hemos vivido nuestra vida tratando de ser “eso” que nos habían dicho que debíamos ser o sentir o pensar o desear. Por una única razón: con el fin de sentirnos aceptados y amados.
Sin embargo, ese conjunto de creencias o mandatos que posiblemente ya no tengan ningún sentido íntimo para nosotros ni conserven la más mínima conexión con nuestro ser esencial desconocido, gana. Nacen nuestros hijos y resulta más poderoso un mandato obsoleto grabado a fuego en nuestro corazón herido que el llanto cristalino de un recién nacido. Atendemos más las frases vacías cargadas de prejuicios antiguos nombrados por un miembro familiar, que la contundente certeza de que nuestros hijos nos reclaman. Si estamos preguntando a diestra y siniestra qué es lo correcto y qué tenemos que hacer con ese hijo que salió de nuestras entrañas o que hemos ayudado a engendrar...entonces definitivamente, hemos decidido permanecer cobijados por los mandatos ajenos, en lugar de convertirnos en adultos responsables y libres.
Laura Gutman
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