miércoles, 26 de mayo de 2010

Angustia aprendida

La ansiedad y el estrés no afectan sólo a los adultos. También acechan a los más pequeños de la casa. De hecho, los niños tienen ahora 50 veces más probabilidades de padecer estas enfermedades que hace 15 años, según los últimos estudios. El grado de incidencia del estrés en el entorno infantil oscila entre el 9% y el 21%, indica Francisco Miguel Tobal, profesor de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, que ha realizado un estudio sobre esta cuestión. El precio de la vida moderna. Padres angustiados por la inseguridad laboral o un ritmo de vida competitivo; discusiones violentas en presencia del pequeño; ambientes ruidosos, muy calurosos o fríos; el hambre, el cólico del lactante o incluso unos pañales húmedos son algunos de los desencadenantes del estrés infantil. Una situación de estrés prolongada puede provocar trastornos físicos y alteraciones mentales; por ejemplo, una disminución de la memoria.


En la infancia, un estrés prolongado puede provocar trastornos físicos

Los bebés no hablan, ¿cómo diagnosticar el estrés? Una serie de alteraciones físicas y químicas lo facilita. Por ejemplo, un estrés duradero hace disminuir el sistema inmune. "Aparecen alergias o dermatitis, alteraciones del sistema digestivo (diarreas, estreñimiento), trastornos del sueño y del apetito", sostiene Francisco Miguel Tobal. "El bebé se siente inseguro y desconfiado, disminuye su capacidad de empatía con el entorno (no quiere interactuar y, por tanto, se aísla), desciende su estado de ánimo y permanece muy quieto", añade este experto.

El estrés aparece cuando el medio ambiente exige un esfuerzo de adaptación excesivo por parte del organismo. Cuando una persona está en tensión o siente un peligro, se disparan los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Las niñas lo exteriorizan sobre todo con ansiedad, y los niños, con agresividad, explica María Jesús Mardomingo, responsable de psiquiatría infantil del hospital Gregorio Marañón de Madrid.

Los pequeños son auténticas esponjas que absorben todo lo que sucede a su alrededor y sufren por ello, en especial cuando saltan chispas entre sus progenitores.

Una persona adulta puede manejar una situación estresante. Un bebé, no. Su cerebro aún no está suficientemente desarrollado. Tampoco tienen noción del tiempo. Es por eso que "cuando uno de los cuidadores sale del dormitorio, el crío piensa que nunca regresará, lo que le provoca ansiedad y temor", dice Francisco Miguel Tobal.

Las madres gestantes también deben tener cuidado. El estrés no sólo les perjudica a ellas, sino también al feto. Un estudio científico del Imperial College de Londres mostraba cómo las embarazadas en situaciones traumáticas graves o estresantes provocaban en el feto un aumento del cortisol a través de la placenta. ¿Consecuencias? Puede favorecer la aparición de un trastorno por déficit de atención e hiperactividad en el niño.

Fomentar el apego

A partir del parto, las interacciones de los cuidadores con el bebé son de suma importancia. Unos padres con trastornos pueden hacer que el niño desarrolle lo que se llama un vínculo desorganizado, que puede ser de dos tipos: inseguro y preocupado, o evitativo. Un caso extremo es el de una pareja que llegó traumatizada de un país en guerra, explica Margarita Puig, jefa de psicología del hospital maternoinfantil Sant Joan de Déu de Barcelona. "Por este motivo, en las unidades de neonatología colabora un psicólogo que ayuda a evitar desajustes de estos primeros ligámenes", afirma. Porque se debe tener muy en cuenta el apego, "esa capacidad instintiva del niño de buscar y vincularse a la figura cuidadora, y de hacerle signos para que le arregle el malestar que siente", añade Puig. "El bebé sabe que cuando está inquieto o se encuentra mal y llora y grita, el cuidador lo va a tranquilizar, y por ello le busca". El estrés de un recién nacido prematuro y la angustia de la madre tras el parto disminuyen considerablemente mediante el método canguro, que consiste en el contacto piel con piel con su madre o el padre.

Un niño con un vínculo organizado con sus padres es capaz de reclamar atención a los padres cuando se siente inquieto. Sabe que le responderán, y eso le tranquiliza. En cambio, el bebé que tiene un vínculo desorganizado de tipo inseguro y preocupado hace muchas manifestaciones y demandas, llora y grita mucho, porque el tipo de cuidado que recibe no lo tranquiliza y sigue ansioso y enganchado a la madre, dice Margarita Puig.

En el caso de que el niño sea evitativo, éste no hace signos de necesitar cuidados, el adulto puede llegar a pensar erróneamente que es muy independiente y dócil, cuando en realidad tiene un problema.

Estudios realizados en guarderías han demostrado que al regresar a casa, los niveles de cortisol disminuyen en los niños con un vínculo organizado, mientras que los niños con vínculo desorganizado tardan varias horas en estabilizar su nivel de estrés.

Precisamente el vínculo se activa en situaciones de peligro y es muy útil cuando un adulto habla a un pequeño durante una situación compartida. Por ejemplo, un bebé tropieza y el cuidador le dice "¡Uy! ¡Te has caído, qué pupa. Espera que la mamá te curará!". "Son frases que muchos decimos automáticamente y no son nada superficiales. A la criatura le sirven: los introducen en su lenguaje. Además construyen su voz interior con ellas y posteriormente son capaces de explicar un malestar gracias a ellas".

Está claro que durante los primeros meses de vida los niños requieren un ambiente tranquilo, sosegado y sin estímulos excesivos, que permita que duerman y coman bien. Y sobre todo se ha de cuidar la calidad emocional en el contacto con los adultos y los estímulos intelectuales que comienzan desde que el niño es pequeño a través del lenguaje de los padres, que va favoreciendo el desarrollo cognoscitivo e intelectual, concluye María Jesús Mardomingo.

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